MONTE CERVANTES. Amor y naufragio en las aguas heladas del Beagle

Ayer el diario La Nación publicó uno de los capítulos de la novela ¨El vuelo de la libélula ¨, una historia de búsquedas en medio del hundimiento del mítico transatlántico enterrado en el fondo de las aguas del canal.

La presentación del libro de Gabriela Exilart cuenta que un secreto familiar llevará a Clara al fin del mundo, donde cree que se halla el principio de su historia. La historia que incluye el naufragio del Monte Cervantes trata de una madre que vive en otro plano, una caja que guarda un secreto y un nombre impulsan a Clara a buscar su pasado.

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El buque Monte Cervantes la lleva al fin del mundo para hallar a un anarquista preso por sus ideales en el penal de Ushuaia. Un naufragio, un crimen y el encuentro con un hombre de ascendencia yagan la pondrán a prueba. Nada será fácil, la señalarán con el dedo, la acusarán de delitos, sufrirá humillaciones y tendrá que demostrar su inocencia. Y allí, en esa geografía hermosa y gélida, Clara descubrirá su origen y quizás también el amor.

Gabriela Exilart, autora de ¨El vuelo de la libélula¨

El vuelo de la libélula es una poderosa novela histórica y romántica, con fascinantes toques de realismo mágico, que narra la fortaleza de una mujer durante el hundimiento del crucero Monte Cervantes en las aguas heladas del canal Beagle.

En el capítulo 11, ubicado en el Canal Beagle, 22 de enero de 1930, se cuenta:

Gritos, corridas, llantos, preguntas sin respuestas y pánico general. Con el impacto Clara se había caído al suelo y había sufrido una leve torcedura en la muñeca al intentar detener su llegada al piso.

Se levantó con dificultad porque el barco estaba inclinado y se dirigió hacia donde todos corrían a ver qué había ocurrido.

—¡Se partió el casco! -decían unos.

—¡Nos hundimos! -alertaban otros.

Entre el lío generalizado nadie sabía a ciencia cierta qué había ocurrido, lo único real era que estaban detenidos y que el crucero se inclinaba levemente hacia la popa.

Desde los amplificadores les llegaron las palabras seguras y firmes del capitán para que mantuvieran la calma.

—Dicen que nos van a sacar en los botes -dijo el padre de Beatriz Antueno-, mantengan la calma, por el amor de Dios, señoras.

Un grupo de mujeres se había reunido en círculo a orar y sus voces murmuradas se mezclaban con el llanto de otras.

—¿Vamos a morir? ¿Como en el Titanic? -preguntó otra.

El desconcierto era general, sirenas, voces, gritos, llantos, y el barco que se inclinaba cada vez más.

Clara hizo acopio de su entereza y quiso ser práctica. Si tenían que abandonar el barco ella no dejaría sus cosas. Como pudo, a los codazos y maldiciones se abrió camino entre la multitud desesperada que no sabía hacia dónde ni para qué corría y fue a su camarote.

Ni siquiera pensó en buscar a Hernando. Cuando logró llegar reunió en un bolsito sus cosas preferidas y esenciales, entre ellas una foto de su madre y su broche con forma de libélula; sabía que había sido un objeto muy preciado para Catalina y no iba a permitir que se hundiera con el barco. Era consciente de que no podría descender con todo su bagaje, pero no estaba dispuesta a perder su único lazo real de familia. Buscó en el equipaje de Hernando las cosas de valor, mas no halló nada. Revolvió el camarote en busca del dinero que habían llevado para el viaje y que seguramente su esposo había escondido, sin éxito. El tiempo apremiaba, los gritos y las corridas se agudizaban y desistió.

Por un instante pasó por su mente su deseo de permanecer en Ushuaia y recordó los dichos de su madre en cuanto a sus ojos de bruja. No quiso creer que su anhelo había obrado un milagro, más bien una desgracia, y se preocupó por reunirse con el resto, no fuera a ser que el barco terminara hundiéndose como el Titanic y ella pereciera con él sin siquiera cumplir con el objetivo de ese viaje.

—¡Clara! -le dijo Hernando, a quien se cruzó en uno de los pasillos. Su marido corría, como todos, y en sus ojos leyó la preocupación. Sintió pena por él, no era un mal hombre, aunque ella no lo amaría nunca. No pudo impedir el abrazo y aflojó la cabeza en el hueco de su hombro y su cuello. Te quiero, Clara, temí perderte.

La apretó contra él.

—Has estado bebiendo -fue su respuesta.

Molesto ante su actitud él la separó para verla de frente.

—Eres un témpano, ¿sabes? Y sí, estuve bebiendo para tomar coraje y dejarte, Clara, pero no he podido. -La soltó y se pasó una mano por los cabellos-. Y ahora, ante la inminencia de la muerte en estas aguas heladas, quiero al menos escucharte decirme que me tienes respeto.

—¡Hernando! -se apenó por él-. No te rebajes a eso. -Elevó una mano y le acarició la mejilla, único gesto que pudo realizar por él; no le alcanzaba el cariño para decir las palabras que él quería escuchar-. No vamos a morirnos -tranquilizó. Tenía la certeza de que su vida no acabaría allí, en medio del agua helada, y por eso estaba serena. No podía explicar el porqué de esa seguridad, pero sabía que no era su hora.

—Ya sé que no me amas. -Ella no pudo sostenerle la mirada-. Dime, Clara, ¿por qué te casaste conmigo?

—¿Crees que es un buen momento para esta conversación? -A su alrededor todo era caos, gritos, órdenes y ruidos.

—Dime, Clara, necesito saber por qué te casaste conmigo -insistió.

—No lo sé -dijo al fin.

—¡A los botes! ¡Vamos a los botes! —gritó alguien.

Hernando la tomó de la mano y la llevó en la dirección que iban todos. La marea de casi mil doscientas almas los empujaba, Clara ceñía su bolso y Hernando le apretaba la mano mientras la arrastraba detrás de la muchedumbre. El barco se inclinaba hacia la popa y se hizo difícil avanzar de pie. De a uno los pasajeros empezaron a hacerlo de rodillas para poder mantener el equilibrio.

—¿Qué fue lo que pasó? -preguntaban unos.

—¿Qué pasará con nuestras cosas?

—¿A dónde vamos?

Todas preguntas sin respuestas.

—¡Está entrando agua! ¡Vamos a morir! -gritó una mujer.

El barco, herido de muerte por unas rocas sumergidas no cartografiadas, se deslizaba hacia las profundidades.

—¡Hay botes salvavidas para todos! -dijo uno de los marinos que intentaba poner orden a semejante lío de voces, corridas y llantos.

—De momento el barco está varado entre los arrecifes, lo cual permitirá a los pasajeros descender -explicó el oficial de Puente por los altavoces. Clara pudo reconocer la voz de Friedrich y aunque no le gustaba lo que el hombre le había insinuado, sabía que tanto él como el capitán Dreyer harían todo lo que fuera necesario para que los pasajeros e incluso la tripulación pudieran abandonar el barco sin inconvenientes.

Pese a las palabras tranquilizadoras, el pasaje tenía miedo, veía que el agua ingresaba en algunas zonas y temían por sus vidas.

Los hicieron formar filas, mujeres, niños y ancianos subirían primero a los botes. Había damas que no querían separarse de sus maridos y se resistían a subirse al bote sin su compañero, otras iban de buen grado y se despedían de sus parejas como si no fueran a verse nunca más, haciendo la situación mucho más dramática, si eso era posible.

Visto desde lejos, al lado del buque las barcas parecían cascaritas de nueces que se bamboleaban en el aire sostenidas por delgados hilos desde los puentes. Clara se asomó y supo que no lo pasaría bien durante el descenso. Por más cables de acero que sujetaran a los botes estos se bamboleaban con el oleaje y el viento, arrancando gritos de angustia y algún que otro vómito a los atemorizados pasajeros, que semejaban muñequitos.

Eran muchos los pasajeros a desembarcar, casi mil doscientos, después tendría que bajar la tripulación.

Cuando le tocó el turno a Clara, su marido la besó como si fuera la última vez y ella tuvo que resistir ese beso no deseado. Subió al bote junto a Fina y las hermanas Yeregui, era uno de los últimos botes de mujeres, Hernando iría en el próximo. Había estado observando a los anteriores y se había mentalizado para no descomponerse con el vaivén que se producía en el descenso hasta que la barca tocaba el agua.

Algo mareada tomó asiento junto a las demás, sin dejar de aferrarse a su bolso como si toda su vida estuviera encerrada en ese trozo de cuero, con tan mala suerte que la hélice del Monte Cervantes, en un último intento por sobrevivir al naufragio, dio sus últimas vueltas destrozando fragmentos de roca que volaron por el aire y amenazaron con despedazar el bote. Las gargantas de las mujeres se unieron en un grito de pavor que logró que, así como había arrancado, como por arte de magia, la hélice se detuviera.

Una vez en el agua el bote fue remolcado por una lancha, que llevaba a su vez tres botes más. Empapados de oleaje y en el silencio de las oraciones se acercaban a la costa, donde la marea les impedía entrar.

Clara no era creyente, se había hartado de las velas y santos de su madre, pero en ese momento sintió miedo por primera vez y se sumó a los rezos de sus compañeras. Unidas de las manos, heladas y mojadas, le imploraron a Dios y a la Virgen para que se apiadaran de ellas y les permitieran tocar tierra.

Perdieron la noción del tiempo y ya no importaba ni el hambre ni el frío, solo querían arribar a tierra firme.

Cuando al fin lo hicieron, en la orilla la población entera los recibió con mantas y bebidas calientes. Sobre la playa fueron amontonándose los náufragos, buscándose las parejas, los amigos, los abuelos.

La rápida presencia del buque de la Armada facilitó la tarea de recolección de náufragos que terminó avanzada la noche, cuando llegó la cañonera Independencia, remitida por el capitán Campos Urquiza, para hacerse cargo de la custodia del buque.

Después, el Vicente López regresó a la zona de varadura para poner a salvo la mayor cantidad de víveres, colchones y equipajes, porque el crucero corría riesgo de hundirse.

No faltaron las bromas de Dadá, que estaba feliz al ver de nuevo la ciudad colmada de gente, y empezó a recorrer los grupos preguntando aquí y allá sobre la experiencia del naufragio.

Clara aceptó el abrigo seco que le ofrecieron y se sentó cerca de una improvisada fogata, su cuerpo no paraba de temblar. Los botes seguían llegando, pero ella no miró en dirección a la costa en ningún momento, estaba concentrada en las llamas. Acercó las manos, tenía los dedos entumecidos, y el calor la reconfortó. A su lado había personas que no conocía, eran tantos los pasajeros y a ella no le había interesado confraternizar con la gente.

—Buenas tardes -dijo una voz que precedió al sujeto que se acercó a la fogata-. Soy médico, ¿alguien necesita atención?

Clara elevó la mirada por curiosidad y se encontró con un hombre de alrededor de cuarenta años, delgado y de mirada cansada. Esa fue la primera vez que Clara vio al doctor Fausto Rivera. El dolor de su muñeca era leve y no quiso ocupar su tiempo, había otras personas que precisaban de sus auxilios.

—Me duele el pecho, doctor -dijo una mujer mayor que se había quitado los zapatos y acercado sus pies al fuego.

—Permítame revisarla.

El médico se agachó y se dedicó a ella. Le tomó el pulso y le realizó pruebas simples; al finalizar le dijo que estaba bien, que eran normales sus síntomas luego de la fea experiencia.

Después de revisar al marido de la mujer y a otra de las damas de la hoguera, el doctor siguió recorriendo los distintos grupos que se habían desperdigado por la playa a la espera del resto de los botes.

—Es el médico de la cárcel -dijo Dadá, que se paseaba entre los náufragos ofreciendo bebida caliente que alguien había preparado-. Él estuvo en la operación de las orejas -repetía a quien quisiera oírlo.

Clara prestó atención a esa información, recordó lo que habían dicho de un preso asesino de niños y pensó que sería buena idea acercarse el doctor, no porque le interesara el preso ni sus orejas, sino porque trabajaba en la cárcel.

A medida que las horas pasaban la espera se convertía en desesperación, porque todavía faltaba gente, y entre ella, Hernando.