Podcast Nosotros los fueguinos: El calvario interminable de Lucía (Por Gabriel Ramonet)

Ahí está Lucía, soportando su calvario con una entereza y una dignidad a prueba de sofistas y de lameculos del poder. Cuando la vean pasar no le van a conocer la cara, porque ella todavía tiene que ocultar su nombre para seguir viviendo.

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Lucía no existe. Es un nombre de fantasía. Una máscara que tuvo que ponerse una mujer de 32 años para poder seguir viviendo en Ushuaia, a resguardo de los preconceptos y las estigmatizaciones.

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Hace unos años, cuando tenía 25, Lucía estaba orgullosa de lucir su uniforme de marinera. El de fajina y el de los actos protocolares. Además de una carrera militar incipiente, tenía un trabajo honrado en la Base Naval de la ciudad, que también le proporcionaba una obra social y una casa de servicio donde criar a su hijo.

Ella dice que disfrutaba de sus tareas, aunque consistieran en servirle el desayuno o el almuerzo a los suboficiales de la repartición militar. Hasta que uno de sus jefes comenzó a hacerle insinuaciones sexuales. Primero indirectas, sutiles. Pero después más violentas y cargosas.

Ante su negativa, el superior comenzó a tomar represalias laborales. Cambios de horarios, sobreturnos, órdenes sin sentido ni lógica.

Según la mujer, el militar tampoco se conformó con ello, y en distintas circunstancias llegó a manosearla por la fuerza, y en una oportunidad la encerró en un depósito y la violó.

Lucía no sabía qué hacer con tanta humillación y buscó ayuda dentro de la propia institución. Le contestaron que no le convenía denunciar a una autoridad de mayor rango porque palabra contra palabra, nadie le iba a creer. Le dijeron que tal vez la culpa había sido de ella, por provocarlo con sus ropas ajustadas.

En lugar de investigar al sospechoso, el sistema se volvió contra ella. Al poco tiempo tuvo que irse de la Armada, dejar el trabajo, la carrera militar, la casa de servicio y la obra social.

Sin embargo, el sistema no contaba con que Lucía no era una mujer cualquiera, y que estaba dispuesta a luchar. Mientras se recomponía de los abusos, o al menos intentaba hacerlo, realizó la primera denuncia judicial del caso.

Sin ningún conocimiento en la materia, tuvo que soportar como la justicia federal y la provincial se tiraban la pelota, sin decidirse sobre cuál era la que debía abocarse a la investigación.

Después batalló contra un primer juez que no hallaba ningún elemento para avanzar en el caso, y llegó a mandar el expediente al archivo.

Hasta que la Cámara de Apelaciones lo removió y las actuaciones pasaron a la primera jueza mujer en tomar contacto con lo sucedido. Allí el panorama pareció dar un giro. Se ordenaron pericias, testimonios y se llegó a indagar y luego procesar al militar acusado de los abusos.

Eso sí, pasaron casi seis años desde aquella primera denuncia hasta que la causa estuvo lista para ser elevada a juicio. Igual a Lucía no le importaba. Ella había luchado mucho por sacar el caso a la luz y porque se hiciera justicia. Se había reconstruido a través de mil terapias y hasta había podido contar ante los jueces el episodio más grave, el de la violación, que en primera instancia no se había animado a poner en palabras.

La burocracia judicial le volvió a jugar otra mala pasada. El Tribunal de Juicio, que primero había fijado fecha de audiencia para 2020, después suspendió el proceso por la pandemia. No solo eso, también reprogramó el juicio para 2024.

Lucía no se rindió. Pidió ayuda a algunos medios de comunicación. Recibió unas pocas muestras de solidaridad y siguió exigiendo justicia.

El juicio finalmente se adelantó para 2021. Era su momento de máxima sanación en tantos años. Llevar a su presunto verdugo a la silla de los acusados. Lograr una condena pero no como venganza, sino como pleno acto de justicia y de reivindicación. Gritar la convalidación de su verdad. Y también cerrar una etapa, un capítulo negro. Dar vuelta la página y seguir viviendo, con nuevo trabajo, con nuevos proyectos. Con una nueva vida.

Pero la lucha no terminó. Nunca termina para Lucía. El juicio fue a puertas cerradas, por el tipo de delito y por los protocolos sanitarios derivados de la pandemia. No le permitieron un acompañante de las instituciones que trataban de contenerla. Y ante pocos testigos, la mujer dice haber recibido “un maltrato” y “violencia psicológica”, sobre todo de uno de los jueces encargado de juzgar a su supuesto abusador.

Dice que el juez la hostigaba todo el tiempo. Que le hacía repetir frases con el argumento de que “estaba sordo” y que se enojaba cuando ella se ponía llorar durante su testimonio en la audiencia.

Los demás jueces no decían nada. Y además firmaron en forma unánime la absolución del militar, quien quedó “libre de culpa y cargo”.

Y ahí está Lucía, tratando de comprender porqué su verdad demora tanto en comprobarse. Y porqué las instituciones, y la sociedad, que debería contenerla, se empecina en silencios cómplices, en frases de ocasión.

Ahí está Lucía, esperando que el Superior Tribunal de Justicia revise el fallo. Llorando cada vez que puede, para desahogarse de tanto sufrimiento continuado. Buscando asomarse a una vida más plena, intentando enterrar un pasado que no para de volver.

Ahí está Lucía, soportando su calvario con una entereza y una dignidad a prueba de sofistas y de lameculos del poder.

Cuando la vean pasar no le van a conocer la cara, porque ella todavía tiene que ocultar su nombre para seguir viviendo.

Mientras tanto, otros caretas caminan por la calle creyendo que luchan por algo, sin darse cuenta de que son el mismo poder que combaten, disfrazado de otra forma.

Por eso hay máscaras dignas de llevar puestas, y caretas que dan lástima.

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