El incendio del hospital en una sociedad quemada (Por Gabriel Ramonet)

Se quemó el hospital. No un hospital, sino el hospital. El único que tenemos en Ushuaia. El estandarte de la salud pública.

No fue en cualquier momento. Fue en el peor momento. En medio de una pandemia. Justo cuando el país espera una tercera ola de coronavirus, como consecuencia de la circulación comunitaria de la llamada “variante Delta” del virus.

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Se quemó el hospital. Pero no fue producto de un accidente. No es que hubo un cortocircuito, funcionó un calefactor de manera defectuosa o se apagó mal un cigarrillo.

Tampoco se trata de un hecho inexplicable. “Probable intencional”, como suelen concluir algunas pericias de los bomberos o de la policía.

En este caso y en pocas horas se logró reconstruir en detalle cómo ocurrieron los acontecimientos. Sabemos que las llamas comenzaron cuando un paciente psiquiátrico internado en el Servicio de Salud Mental del hospital encendió un colchón. Sabemos que el fuego tomó rápidamente la ropa de cama y luego se propagó por el entretecho hacia otros ambientes y dependencias.

Sabemos quién es ese paciente, su nombre, su apellido, su historia clínica y sus antecedentes penales. Podemos reconstruir en modo, tiempo y lugar por qué estaba ahí en ese momento, y no en otro lugar.

Sin embargo, pese a las terribles consecuencias de este siniestro, que puso en riesgo vidas humanas concretas y potencialmente la vida de cualquier contagiado de coronavirus, la sociedad fueguina no debate lo que pasó. Es la sociedad la que parece quemada.

Salvo que llamemos debate a ese incompleto, catártico e improductivo posteo de algunos de los protagonistas de esta historia, a través de las redes sociales. Un sinfín de acusaciones cruzadas con argumentos pobres o no demostrados, que encima se combinan con los comentarios de gente que no tiene la menor idea de lo que dice, pero le parece bien opinar de todos modos.

Cuando digo debate me refiero a la sociedad organizada a través de las instituciones.
Por ejemplo, algún legislador podría considerar viable interpelar o convocar a las autoridades sanitarias, para que los responsables del Servicio de Salud mental del hospital expliquen públicamente los motivos de la internación de este paciente psiquiátrico.

¿Es verdad que esta persona había sido evaluada psiquiátricamente por personal del Servicio de Salud Mental y no se había aconsejado su internación por tratarse de una persona no peligrosa para sí o para terceros?

¿Es cierto que un perito del Poder Judicial había emitido una opinión absolutamente contraria, y por eso se había ordenado su internación en el hospital?

Sin pretender hallar a un único responsable de esta tragedia, porque parece evidente que no lo hay, lo que al menos luce como necesario es analizar la falta de infraestructura de la provincia en materia de alojamiento de este tipo de pacientes.

Lo que se desprende del debate interno entre miembros del Servicio de Salud Mental del Hospital e integrantes del Poder Judicial, es que deben replantearse en forma urgente los protocolos de actuación derivados de la ley de salud mental.

No puede ser que autoridades de reparticiones distintas, pero al fin y al cabo, pertenecientes a un mismo Estado, se tiren uno a otros el destino de los pacientes psiquiátricos graves.

La Justicia tiene que velar por la garantía de derechos y por el cumplimiento de las leyes, de eso no caben dudas. Pero también debe entender la realidad en la que están inmersos. Si no hay edificios, y en los que hay se corre el riesgo de que pasen hechos como el incendio del hospital, entonces deberían tener un poco más de cuidado antes de ordenar internaciones intempestivas.

Y el Gobierno provincial, en tanto Poder Ejecutivo y sus diferentes organismos y áreas vinculadas, deberían solucionar de una vez por todas la falta de infraestructura básica para casos tan sensibles como estos.

No me refiero a esta gestión de gobierno solamente. Porque el problema estructural de la salud mental viene sin resolverse desde hace décadas. Y ni esta gestión, ni la anterior, ni las anteriores, hicieron lo suficiente para solucionarlo.

El incendio del hospital dejó muy en evidencia la corrupción estatal fueguina. No digo la de robarse dineros públicos, que también existe y no la niego. Me refiero a la desidia de las prioridades presupuestarias y a la negligencia de los mecanismos de acción.

Se quemó el hospital al lado de una obra de ampliación paralizada, que el anterior gobierno dejó abandonada por la mitad y que este gobierno no retomó nunca.

La imagen fue simbólica. Un hospital quemándose por la falta de infraestructura necesaria para pacientes mentales, al lado de una obra inconclusa que es otra muestra de la falta de infraestructura básica. El fuego destruyendo lo que hay, por incompetencia, junto a los sueños que esa misma incompetencia nos impide realizar.

Pero no fue el único símbolo. Las llamas del incendio del hospital también se reflejaban en los vidrios del majestuoso Palacio Judicial, situado a pocos metros como otro testigo portentoso de lo que sí fuimos capaces de generar.

Ese Superior Tribunal de Justicia nos marca como una impronta la clase de sociedad que estamos construyendo. Una en que los más poderosos, los que están en la cúpula del poder, disfrutan de despachos amplios e iluminados, en un submundo donde la cafetería tiene más empleados que un Ministerio Público. Al mismo tiempo que en la tercera clase de la primera instancia, allá en el edificio judicial de Monte Gallinero, empleados y funcionarios judiciales se chocan los codos en recintos inverosímiles, donde la distancia social resulta de imposible incumplimiento.

Es curioso. El lugar donde la justicia tiene contacto con las personas comunes, muchas veces no tiene espacio donde recibirlas. Y al sitio donde solo circulan expedientes, le sobra superficie, lujos y pomposidad.

Eso somos por esta época en Tierra del Fuego. Se nos quema lo imprescindible, al lado de lo que no podemos terminar, mientras nos mira en el frente, la voluptuosidad de lo que sí creamos para beneficio de unos pocos.

Se nos incendia lo mejor, mientras no sabemos cómo construir lo nuevo, y nos observa con sonrisa socarrona el pibe canchero de enfrente, al que nunca se le queman los papeles.