Es fascinante ver cómo nos hemos acostumbrado a pagar una variedad de impuestos nacionales sin pestañear, mientras esperamos pacientemente la llegada de esas obras y servicios prometidos, que ahora pasan a ser responsabilidad de provincias y municipios.
Porque, claro, ¿qué son unos cuantos impuestos más si no obtenemos nada tangible a cambio?
Recapitulemos. Cada vez que vamos de compras, ahí está el IVA. Ah, el impuesto país, una joya para todos aquellos que deciden viajar al exterior. Y ni hablar del impuesto al cheque, ese amigo invisible que nos acompaña en cada transacción bancaria. No podemos olvidar el impuesto a los combustibles, que nos asegura que llenemos el tanque con la misma alegría con la que esperamos un país lleno de obras públicas y servicios de primera.
Y aquí estamos, sin faltar nunca a nuestra cita con el pago de impuestos, a pesar de la escasa evidencia de que esos fondos se transformen en beneficios reales. Porque, claro, ¿quién necesita ver calles pavimentadas, hospitales equipados, escuelas modernas, rutas seguras o policías eficientes cuando se puede vivir con la adrenalina de la espera eterna?
¿Para qué seguir pagando impuestos nacionales, si el gobierno nacional quiere privatizar a todas las empresas estatales nacionales?
Pero, ¿qué tal si jugamos a la descentralización? Imaginemos por un segundo que las competencias de obras públicas, educación, salud y seguridad son provinciales. ¡Qué maravilla! Cada provincia pudiendo administrar sus recursos, cobrar sus impuestos y gestionar sus necesidades. Aunque, por supuesto, seguiríamos encantados de aportar al gobierno nacional, mientras soñamos con un futuro donde cada peso recaudado se materializa en beneficios visibles.
Más allá del sueño, la realidad irónica nos confunde.
Si no obtenemos obras o servicios nacionales, ¿por qué no ajustamos la carga impositiva nacional a esta realidad?
Es casi una traición a la lógica que sigamos pagando como si viviéramos en un país de servicios de ensueño, mientras la infraestructura y los servicios básicos son reliquias del pasado.
Propongo una reflexión colectiva: si la Nación no puede ofrecer lo que su voraz recaudación sugiere, tal vez sea momento de reconsiderar esta dinámica poco realista. Quizás una revalorización del contrato social, donde lo que se paga corresponde a lo que se recibe, no sea tan descabellada.
Mientras seguimos pagando impuestos con la esperanza de un mañana mejor, abrazamos la paradoja de una tributación con representación y prestaciones tangibles.
Así que sigamos felices, ligeramente optimistas, esperando esa transformación mágica donde cada impuesto pagado se convierta en una obra o servicio real. Mientras tanto, ¡quién necesita más que la satisfacción de pagar impuestos nacionales, a la par que las responsabilidades pasan a ser todas provinciales!